domingo, 14 de septiembre de 2014

Jueves, el último de junio


Me paralicé, faltaban cinco horas para la entrega final y pasó eso. ¡Me paralicé!

A las cinco de la mañana ha venido a gritarme a la puerta de la casa, mi chica, gritando: "¡abreeeeeee!" (y yo buscando algún pantalón para bajar a abrir), había cruzado toda la ciudad para darme un besito y ayudarme a terminar.

Yo me la pego de malo, de maldito, de renegón, y por eso vino ella, para decirme: “tranquilito”. Hoy a las cinco de la mañana intentaríamos terminar mi maqueta y mis planos, faltando para la entrega final, cuatro horas.

Nueve de la mañana: es hora de la entrega y aún no salgo para la universidad. En donde imprimimos me encuentro con varios amigos recogiendo sus planos y uno que otro haciendo bromas a los otros (a pesar del momento trágico): “¿y si me ayudan a terminar mis planos aquí?”.

Cerca de las 9:30 llegó a la facultad y la puerta del salón está cerrada, varios muchachos están fuera, sólo unos pocos han llegado temprano y están dentro. No estaba en los planes que nos quedaríamos hasta la tarde, pero siendo las 4:40pm aún estábamos en los pasillos, con caras inciertas, sin que califiquen todavía a nadie.

Para matar la tensión recordamos entre los muchachos los juegos de infancia, imitando con la boca el sonido que hacían las botellas llenas de canicas cuando se atascaban al salir, o el más extremo juguete hecho con una chapa bien chancada y un hilo que hacíamos zumbar a toda velocidad lo más cerca posible de nuestras lenguas para ver si nos la podía cortar.

Y entre estos chistes y recuerdos dos compañeros se han peleado, sucedió así: sin proponérselo, uno de nosotros ha encontrado en los pasillos un cartón con un dibujo encima, lo ha mirado, le ha gustado y para no dañarlo le ha dado la vuelta y empezó a dibujar atrás. Nadie imagino lo que iba a pasar.

De la nada otro compañero pasa por el pasillo, ve al dibujante y le arrancha el cartón, y no sólo eso, empezó a dañar con rayones de lapicero el dibujo que el otro estaba haciendo. “Éste cartón es mío, no has debido dibujar atrás”. 

6:00 de la tarde. Recién es la entrega final. El arquitecto encargado de evaluar llega y explica la demora con razones que no recuerdo. Nos mandó a la casa y se encerró a solas con los planos y las maquetas de todos nuestros proyectos del taller.

Y así hemos estado, todos juntos, como ningún otro día del ciclo. A pesar de la tensión propia de una entrega final, hubo buenos ánimos y se sentía la complicidad de saber que pase lo que pase, ya todo había acabado, era la última entrega del taller y la última obligación del ciclo. Qué bacán.

Cada uno tiene su propia historia que contar cada lunes y cada jueves que toca este curso. Por ejemplo yo: a pesar de no dormir nada en la madrugada, a las cuatro de la mañana sentí que no podría terminar mi entrega, así que hice una llamada.

Al otro lado del teléfono mi chica con sonrisitas me decía: “tranquilito”. Una hora después, a las cinco de la mañana me venía a ver a casa para darme una mano y terminar. A las 8:45 de la mañana en un taxi dejamos mi maqueta encargada al chófer y le dijimos que no espere frente al lugar donde imprimimos; imprimí. No me faltaba nada.

Al salir, el taxi no estaba (ni mi maqueta), mi chica no ha aguantado y ha perdido los estribos llorando. Minutos después aparecía por la calle el taxista disculpándose avergonzado: "disculpen jovencitos, un policía de tránsito no me dejó estacionar donde me dejaron, tuve que darme una vuelta”. Subimos juntos y arrancamos. “A la universidad por favor”.

El día acabaría sin imaginarlo al ocaso, con todo el taller recién saliendo de la universidad, y el suspiro de uno que viene atrás: “el camino es lo de menos lo importante es llegar”. No nos dieron notas. Era el fin definitivo del taller.

Diez de la noche, decido recordar todo lo sucedido en el día: sorbito de café, plumón negro fino, y en unas hojas sueltas, el inicio con un primer renglón: “Me paralicé, faltaban cinco horas para la entrega final y pasó eso. ¡Me paralicé!”



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