jueves, 26 de enero de 2012

Reencarnación de mi padre



La verdad no recuerdo exactamente lo que ella habrá leído en el mensaje que le envié. Pero estaba demasiado drogado y alegre que no supe detener el impulso. Más que desde ayer el amigo Calamaro va acomodando los sentimientos y los sueños de regresos; y que aún en el peor de los casos en que no haya un regreso, el Andrelo te cuenta una historia de resignación: “pero igual te espero”. Quién sabe, tal vez este sea uno de esos hechos desencadenantes que originan un nuevo mundo; como soy rutinario vuelve a la cabeza la cita pasada: “si pudiéramos darnos cuenta de las cosas que pueden originar los pequeños detalles, nos daríamos cuenta que no existen los pequeños detalles”. Hoy que tuve que partir como tantas otras veces rumbo a una ciudad que algún día fue nueva para mí . Hoy había algo diferente, como la adopción definitiva de nuestro nuevo heredero de cariño, un gato coqueto medio echado de cara blanca y garras excitadas, hoy que con mi familia hemos procurado contarnos chistes y mantener la armonía aunque “acá no andemos cargándonos, besándonos, ni haciendo el trencito”, no hemos sido así, al menos los hombres de la casa no. Mackenzi dice que él siente que es la reencarnación de su abuelo, quién aún está vivo como los más hermosos y viejos robles, al escucharle, no he podido sino ir de lleno a un pensamiento que ya había tenido desde hace tiempo, el mismo que pensaré cuando siga más viejo. Soy la reencarnación de mi padre.

Pensar tanto no es bueno. Una vez papá me contó la historia de un tío suyo muy querido que por pensar tanto (además que sus hijos eran una porquería) tomó una mala decisión. Pensar que tenía en bienes y dinero cien veces más de lo que debía, pero aún así, a uno, la gente lo pone loco. ¿Sabes lo qué hizo? –me interroga mi papá y sigue con el relato: se fue a su aserradero en la cima de un cerro y tú sabes que ahí hay cosas terribles, cuando me avisan a mí que mi tío se había suicidado pensé lo peor, pensé encontrarlo despedazado entre las máquinas manchadas de su propio cebo, pero ni aún pensando eso, logré atinar. Hijo, al llegar, ni sabes, no te puedes imaginar, vamos a la forma cómo lo hace, se rocía gasolina y se prende fuego, un cuerpito así de pequeño, no más de un metro, todo deforme como un chicharrón, irreconocible, yo lloraba, toda la gente lloraba, era terrible, yo no me he podido olvidar. Una persona tan buena, “por eso no debemos hostigarnos. Cada vez que recuerdo eso me pongo a pensar, fue terrible”. Yo le interrumpo la conversación y le digo: “de hecho eso te traumó, ver el cuerpo chamuscado”. Mi padre se calla unos segundos y no hablará más, ayudado por mí –y por él mismo- ayudándonos cómplices a cortarnos los diálogos para no acercarnos tanto, de hecho la ultima vez de mi cumpleaños seguíamos ceremoniosos: “Hijo te llamo, tú sabes que no creemos en estas cosas pero por el protocolo que pases un buen día” y mi contestación: “Gracias, más tarde me voy a clases”. Los avisos apurados y el intercambio de información acelerado para no alargar tanto lo hablado; para alejarnos. Soy la reencarnación de mi padre quien lleva el nombre condenado de un bebé muerto antes de que él hubiera dado su primer llanto, y el mismo nombre heredado ha sido pasado a otro condenado, uno que planea suicidios en el medio de una playa y no quiere dejar ni un sólo rastro desagradable ni de sangre ni de cebos, a lo mucho un escrito garabateado para la madre después de mandar otro mensaje, el primero del desenlace: “voy a matarte”.


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