miércoles, 22 de octubre de 2014

Tristeza


El viaje a ese caserío fatal -lejísimos- con el sol quemándome el pescuezo lleno de tierra y de gruñidos de chanchos. Bien lejos, más allá de Olmos, más allá, más allá. ¡Carajo! cómo me lamentaba al regreso con el cuello torcido y nunca derecho en los asientos incómodos de regreso de Olmos, y yo recordando a mi viejito: "los varones no se quejan" (ay sí, ay sí). Volver a Chiclayo otra vez pensando, en medio de la noche que siempre me tienta a pensar demasiado mirando los escritos garabateados en restaurantes frente a plazuelas: escribir es como la última revancha.

Silbando canciones legales recordando algunas palabras secas con el pescuezo mojado de sudor y de recuerdos de chanchos, la sentencia de la arquitecta dueña del taller y su sonrisita diciéndome a mí y a otro chico "que nuestra frescura le impacta", y yo recapacitando -luego de dos días- en su frase. Tal vez por eso he estado callado, como mudo mirando como reventaban más la carretera a Pimentel mientras las piedras me salpicaban a la cara, diciéndome esas piedras que deje de pensar: sobarme el pelo pal roche y avanzar, y contar con palitos los pocos momentos tranquilos de las últimas semanas comiendo dulces y frituras por el centro de la ciudad riendo de cosas que ya no recuerdo, como el dejo al hablar de los mexicanos y los planes de viaje a Cusco (ay sí, ay sí).
La maratón que ya está bien y que está corriendo por sí sola y las llamadas de Enrique cada mañana para contarme cosas que a la mitad le entiendo pero que asiento cuando me pregunta si es que se deja entender. El dolor de cabeza bajo el sol... y las piedras, las piedras salpicándome a la cara. La llamada de mamá y su exigencia de venirme a visitar en el fin de semanas más complicado del ciclo y yo no sabiendo decir "no" cuando un amigo me pide que veamos durante dos horas su proyecto e intentemos solucionarlo y yo -claro!- diciendo: "sí puedo". El apuro de cada lunes y jueves por la tarde y en las mañanas de esos días que empiezan con la señora de la pensión tocando la puerta diciendo: "apaga tu luz".
El frío y las bocanadas de humo mientras leo un libro azul impreso en 1963 rogando que cesen los ladridos de perros en cada noche que quisiera solo sentir silencio y zoñas cantando en la cubierta de la casa de papás allá en Piura. "Apaga tu luz". Allá siempre es agradable. Pero falta recorrer más. La entrega de taller se acerca, el examen de Urbano y las exposiciones finales, la compra de una camiseta para pelotear como alumno decente e intentar vender cien tarjetas de parrilladas. La maratón que es la próxima semana y tratar de descansar luego del dos de noviembre cuando las aguas se hayan calmado con las actividades que se presienten en la facultad. Es tensión. Es queja, es sudor frío de intentar "recordar el futuro". Por otra parte... también estoy subiendo a la cima de una montaña después de tiempos, a solas. Es queja, sí escribir más que todo es eso, es desahogar con la finta de que son solo palabreadas escritas a la primera sin ningún borrador a la mano.
- Apaga tu luz.
- No, no quiero.


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