Cuando están tristes los indios y sobre todo las indias, tienen el rostro hermético, ningún músculo de su rostro se mueve, sus ojos están anegados de tristeza, pero jamás lloran. Pueden gemir pero no lloran, al moverme he lastimado el vientre de Zoraima, el dolor le hace soltar un grito. Entonces me levanto temeroso de que suceda otra vez, y voy a acostarme a otra hamaca. Finjo dormir. Un momento después, siento la presencia de Zoraima: tiene la costumbre de perfumarse chafando flores de naranjo y frotándose la piel con ellas. Esas flores las compra, mediante trueque, en bolistas a una india que, de vez en cuando, viene al poblado. Cuando despierto Zoraima sigue quieta. Ya ha salido el sol, son las ocho. La llevo a la playa y me tumbo en la arena seca. Trato de besarla, pero ella aprieta los labios. Estoy verdaderamente apesumbrado y no sé qué hacer, sino acariciarla y besarla para demostrarle que la quiero. Ni una palabra sale de su boca. Estoy en verdad turbado ante la simple idea de qué será la vida de ella cuando me haya marchado. Las palabras cesan.
(*) Pedazo de Papipllon de Charriere.
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