Para la última vez
que fui a medir la casa, ya no sabía dónde estaba el conejo que me había
acompañado los últimos días en que, con bastante paciencia, me he dispuesto a
medir toda una casa que se iba a remodelar en el estudio. Una vivienda de dos
niveles, construida en los años setenta con una clara arquitectura moderna
frente a un parque en una urbanización residencial.
El hecho de que yo
fuera con mi wincha a medir os ambientes de la casa (a veces con mis amigos
Cuchufo y Emerson) tenía una razón: necesitábamos las medidas reales de la
construcción existente y sobre todo, necesitábamos digitalizar los planos que
se nos habían entregado en la oficina en un rollo de cartulinas amarillentas
realizadas por unas manos hace más de
cuarenta años. Al final, se midió la vivienda y se digitalizó los planos.
La casa no estaba
amoblada, pero era evidente que hasta hacía muy poco, los dueños habían
permanecido ahí. Hubo idas y venidas (siempre burocráticas) para que la
municipalidad se decidiera si el proyecto era: una “remodelación” o una
“demolición más remodelación”, lo cual originaba diferentes trámites y hasta
pagos y/o multas. Aun así, todos los involucrados en el desarrollo del
proyecto, hicieron su parte.
Cogí las llaves de
la casa, de la que sólo habíamos visto los planos amarillentos: primero el
portón de madera, un chasquido y cedió, y luego la puerta de ingreso. La
vivienda tenía en el primer nivel: el servicio (lavandería más cocina), además
de la sala, comedor, un baño de visita y un estudio. El jardín trasero, amplio
y silencioso estaba aún cuidado. Estuve ahí sosegado mirando las plantas y
arbustos sintiendo el airecito fresco, mientras me miraban a mí también, sin
saberlo.
Asomando su cabeza
desde el interior de un cántaro de cerámica que adornaba el jardín, me miraba
un conejo blanco lanudo con una motita negra en la nariz; luego me he percatado que tenía un
bebedor y un comedero que alguien había previsto para el animalito mientras
iban por él. Días después, ya calmo se acercaba. La primera vez que lo vi, no
fue nada amistoso el asunto: lo cargué tres segundos y rasguñándome los brazos
se soltó volviendo de un salto a su refugio cerámico.
El proyecto de
remodelación después de un par de meses tuvo un buen final gracias al esfuerzo
de todos los involucrados. Respecto a la fachada, desde un principio se decidió
que respetaría la misma altura (incluso un centímetro menos) que la altura de
la vivienda vecina (donde residían unos esposos mayores, vecinos muy
respetables y buenas personas además). La señora, con buenos términos pidió
hablar con el arquitecto para decirle que por favor tengan cuidado de dañar su
casa que colindaba con el proyecto de remodelación. Así que como una muestra de
consideración, la fachada diseñada del nuevo proyecto no sobrepasa jamás a la
vivienda tradicional de dos buenas personas.
Ver sin ser visto. También
se contempló un diseño de fachada, que mediante el manejo de un cerramiento particular,
permitía observar el parque que había al frente de la vivienda desde el
interior, desde la piscina y la terraza; y al mismo tiempo, este cerramiento
permitía controlar las miradas curiosas que se pudieran suscitar desde el
exterior. Todo salió bien, excepto el último día que visité la casa antes de
que se demoliera un ladrillo o se dibujara –incluso- una sola línea. Una
sensación de pérdida en ese jardín sosegado, de plantas y arbustos, de cántaros y gradas, de curiosas miradas. La
duda instantánea que me abre la boca para exclamar frunciendo el ceño: “algo falta”.
Por Mediochueco
Foto de Ch. Palomino |
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