Los sábados son días raros: en el descanso a veces no sabemos qué hacer. Cuando era niña mi padre nos sacaba a pasear todos los sábados, era el día de la visita semanal permitida por el juez. Mi papá no tocaba el timbre de la casa: desde el carro nos tocaba el claxón con una señal característica. Si tuviera un claxón ahorita la repetiría, pero ninguna onomatopeya puede reproducir esa sensación ta/ tatatatata/ tatatatata/ tata… Como en los años 60 no había mucho dinero pero si mucha gasolina barata, nos íbamos a diversos sitios de la ciudad: al Puerto del Callao a ver los barcos, al aeropuerto para ver los aviones, al cementerio Presbítero Maestro para pasearnos entre las tumbas de personas importantes mientras mi papá nos explicaba por qué eran importantes esos señores, al Morro de Chorrillos a buscar la tumba de nuestro antecesor Miguel Iglesias, a La Herradura para que nos explique la continuidad de una ola tras otra, y cuando teníamos hambre, cruzábamos toda la ciudad para ir a La Molina, y en el Galax, comprarnos dos paquetes de Charadas.
De mayor seguí yendo todos los sábados a casa de mi padre, incluso cuando me casé con mi esposo de ese entonces, y luego cuando me divorcié, sola de nuevo, con mi niña pequeña que siempre jugaba con los fósiles de la escalera. Cuando llegaba a la 1 pm, más o menos, mi papá nos esperaba en una salita previa al comedor de diario, donde siempre infaltablemente había un trago, generalmente ron con coca-cola, whisky o su preferido y el mío, Fernet Branca con un chorrito de pisco y seven up. Comíamos maní o chizitos, y conversábamos de lo que sucedía durante la semana, de política, de nuevos descubrimientos científicos, o discutíamos de la posmodernidad o de Zizek o de Derrida, a quienes se resistía a leer. Mi padre era un hombre "moderno" en el sentido más ideológico del término, construyó su background durante los años 50, por lo tanto, romper con una serie de paradigmas epistemológicos declarados como científicos –sobre todo después de dedicarse a la antropología– le costó mucho trabajo. Hasta el final estuvo buscando, por ejemplo, las raíces científicas de la ética en el ser humano y por eso ensayó el texto El Primate responsable pues estaba convencido que la solidaridad y el cuidado del grupo formaban parte de nuestra biología. Por eso mismo leía con "fruición" –como él mismo me decía– a Steven Pinker o a Richard Dawkins o a los antropobiólogos que vinculan la cultura desde la raíz misma del bios.
Cuando pasábamos a la mesa, generalmente, mi papá hacía la concesión de hablar de cualquier cosa para que los demás comensales también nos entendieran, le contaba un poco mi semana, siempre asuntos laborales o de salud o de activismo en el que siempre estoy metida. No le contaba asuntos emocionales, personales, ni peleas. ¿Para qué? Si lo necesitaba, sabía que además de ser mi maestro y profesor de todos los sábados, era mi padre y le podía pedir que me diera su pañuelo mientras lloraba mis penas. Pero esos sábados, luego durante el café, nos quedábamos discutiendo horas, peleando incluso, porque él se aposentaba en su espacio de modernidad a toda prueba y me acusaba a mí de posmoderna. Para mi padre la verdad estaba en algún lugar, para mí la verdad es un constructo discursivo. Esas eran nuestras diferencias ahí en la sobremesa de todos los sábados por la tarde durante gran parte de mi vida. Y en esas discusiones, acaloradas incluso, nos encontrábamos más como padre e hija.
Desde hace tres años mis sábados son mustios. Intelectualmente no he encontrado un par como mi padre. Tengo grandes amigos, muy inteligentes, grandes conversadores, preparados, polémicos, incluso con un humor extraordinario con los que puedo hablar horas de horas –el mejor de todos está en París ahorita, y lo extraño como nunca– pero esa relación de maestro-discípula conteniendo la otra de padre-hija, no se va a repetir en mi vida nunca más. Sé que he sido muy privilegiada de tener un padre-maestro como el mío y quizás eso le debo yo a la vida. Es algo que debo devolver con la misma gracia que me fue dada.
Mi padre no vivió conmigo desde que se fue de la casa cuando yo tenía 5 años, pero la verdad, estuvo muy cerca de mí. Quizás lo extrañé mucho cuando iba a hacer la primera comunión y mi tío lo reemplazó para la foto, o cuando me enfermé y me llevaron a la clínica con los riñones a punto de colapsar, o cuando necesitaba que alquien me lea cuentos en la noche. Pero en mi adolescencia y juventud mi padre estuvo al lado de lo más importante en mi vida: el amor al conocimiento.
Ayer tuve un sábado terrible: me sentía extraña, apagada, queriendo dormir, soñé de nuevo las mismas pesadillas de mi infancia, las olas del mar saliendo para ahogarme, la mancha de sangre como huella de la putrefacción, los ladrones que entran a la casa a perseguirme sin que nadie me defienda. Tuve miedo. Lloré dormida. Pero en realidad, todo eso, todo lo malo y negativo y toda esa ansiedad, apenas fueron el abono de este recuerdo. Valieron la pena, quizás…
Creo que me debo algunos sábados diferentes.
Por Rocío Silva Santisteban.
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