Me
paralicé, faltaban cinco horas para la entrega final y pasó eso. ¡Me paralicé!
A
las cinco de la mañana ha venido a gritarme a la puerta de la casa, mi chica, gritando: "¡abreeeeeee!" (y yo buscando algún pantalón para bajar a abrir), había cruzado toda la ciudad
para darme un besito y ayudarme a terminar.
Yo
me la pego de malo, de maldito, de renegón, y por eso vino ella, para decirme: “tranquilito”. Hoy a las cinco de la
mañana intentaríamos terminar mi maqueta y mis planos, faltando para la entrega final, cuatro
horas.
Nueve
de la mañana: es hora de la entrega y aún no salgo para la universidad. En donde imprimimos me encuentro con varios amigos recogiendo sus planos y uno que
otro haciendo bromas a los otros (a pesar del momento trágico): “¿y si me ayudan a terminar mis planos aquí?”.
Cerca
de las 9:30 llegó a la facultad y la puerta del salón está cerrada, varios muchachos están
fuera, sólo unos pocos han llegado temprano y están dentro. No estaba en los
planes que nos quedaríamos hasta la tarde, pero siendo las 4:40pm aún estábamos en los pasillos, con caras
inciertas, sin que califiquen todavía a nadie.
Para
matar la tensión recordamos entre los muchachos los juegos de infancia, imitando con la boca el
sonido que hacían las botellas llenas de canicas cuando se atascaban al salir,
o el más extremo juguete hecho con una chapa bien chancada y un hilo que
hacíamos zumbar a toda velocidad lo más cerca posible de nuestras lenguas para ver si
nos la podía cortar.
Y entre estos chistes y recuerdos dos compañeros se han peleado, sucedió así: sin
proponérselo, uno de nosotros ha encontrado en los pasillos un cartón con un dibujo encima, lo
ha mirado, le ha gustado y para no dañarlo le ha dado la vuelta y empezó a
dibujar atrás. Nadie imagino lo que iba a pasar.
De
la nada otro compañero pasa por el pasillo, ve al dibujante y le arrancha el
cartón, y no sólo eso, empezó a dañar con rayones de lapicero el dibujo que el
otro estaba haciendo. “Éste cartón es
mío, no has debido dibujar atrás”.
6:00
de la tarde. Recién es la entrega final. El arquitecto encargado de evaluar
llega y explica la demora con razones que no recuerdo. Nos mandó a la casa y se
encerró a solas con los planos y las maquetas de todos nuestros proyectos del
taller.
Y
así hemos estado, todos juntos, como ningún otro día del ciclo. A pesar de la
tensión propia de una entrega final, hubo buenos ánimos y se sentía la
complicidad de saber que pase lo que pase, ya todo había acabado, era la última
entrega del taller y la última obligación del ciclo. Qué bacán.
Cada
uno tiene su propia historia que contar cada lunes y cada jueves que toca este
curso. Por ejemplo yo: a pesar de no dormir nada en la madrugada, a las cuatro
de la mañana sentí que no podría terminar mi entrega, así que hice una llamada.
Al
otro lado del teléfono mi chica con sonrisitas me decía: “tranquilito”. Una hora después, a las cinco de la mañana me venía
a ver a casa para darme una mano y terminar. A las 8:45 de la mañana en un taxi
dejamos mi maqueta encargada al chófer y le dijimos que no espere frente al lugar donde
imprimimos; imprimí. No me faltaba nada.
Al
salir, el taxi no estaba (ni mi maqueta), mi chica no ha aguantado y ha perdido
los estribos llorando. Minutos después aparecía por la calle el taxista disculpándose avergonzado: "disculpen jovencitos, un policía de tránsito no me dejó estacionar
donde me dejaron, tuve que darme una vuelta”. Subimos juntos y
arrancamos. “A la universidad por favor”.
El
día acabaría sin imaginarlo al ocaso, con todo el taller recién saliendo
de la universidad, y el suspiro de uno que viene atrás: “el camino es lo de menos lo importante es llegar”. No nos dieron
notas. Era el fin definitivo del taller.
Diez
de la noche, decido recordar todo lo sucedido en el día: sorbito de café, plumón negro
fino, y en unas hojas sueltas, el inicio con un primer renglón: “Me paralicé, faltaban cinco horas para la
entrega final y pasó eso. ¡Me paralicé!”
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