Mi primer día en un estudio de arquitectura.
Era sábado, un día previo al día e la madre: nos demoramos mucho a lo largo de todo un día hasta que acabamos de cortar unos cartones encargados a Enrique y a mí. Al fin en la noche acabamos y llega el dueño del encargo a la oficina.
Hizo un buen gesto el arquitecto
mirando: “ha quedado bravazo”, sin
medirse en palabras o comentarios le hablaba a su hija: “mira hija esta bravazo no?” Y la niña mirando a través de la
maqueta. “Tenía mis dudas, no por
ustedes, pero miren, ha quedado chévere, hija, no la manosees tanto que me
pones nervioso”.
Parece un
laberinto papá
Exactamundo.
De regreso por Chiclayo seguía
pensando sin dejar de recordar ni un solo detalle del día: las lámparas a modo
de antorchas en el pasillo que te mete al edificio Vivaldi, el mobiliario
simétrico de la sala de las computadoras del estudio y las lámparas colgando
del techo; que con sus reflejos en aluminio brillaban al parpadeo inicial de
las luces encendiéndose. La altura amigable de la oficina del arquitecto y sus
sillas finitas de acero, los cubitos perfectos como tiraderas para los cajones
y la transparencia manejada adecuadamente: la calle y la motocicleta verde con
la textura de piedra de la entrada, todo visto desde adentro. Los comentarios
de reivindicación de lo mismo de siempre: ceder lo público, la verdad del
vacío, tradición mirando al futuro y no al pasado. Hay que traer la abundancia
a donde haya escasez. Meterse al laberinto para demostrar que se tiene la
paciencia para salir:
¿Podemos?
Claro que podemos.
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