martes, 13 de mayo de 2014

Desvaríos desde jirones chiclayanos


Uno.

Hoy es otra vez jueves, he estado callado, sin ganas de hablar, no quería que amaneciera pero bueno. Hoy es un día de esos, va a se brutal. Como el recuerdo de tu verdadera identidad cuando eres otro, cuando eras otra. La terminación final es la suerte, todo va a salir bien, o al menos, lo que viene siempre es inevitable. El recuerdo de las citas pasadas de Julio Cortázar y de una loca que se agachaba ante él (y le chupaba debajo tal vez de un puente de mala suerte).

Dos: cuando pisé por primera vez la Náusea, ésta apareció en forma de papel hecho añicos y de babas de gatos por los dedos que bien pueden llegar hasta sus gargantas para salvarlos de algún hueso filoso atorado, el ronroneo acompñando cada paso, en falso o en zanco -pero paso al fin. El gato siempre acompañaba hasta que una vez llegó con la oreja rota y colgando en hilos, el pus sentenció la terminación final para él: lo sacrificamos a pesar de haber sido un buen gato lamiéndonos a todos. Pero bueno...

Tercera: Recuerdo que siempre me henchía de rabia cuando ella no dejaba de apretar y machucar sin parar tantas teclas en su teléfono, si hasta para lamer -y para chupar- tenía que hacer sus pausas, y yo como malvado narcisista aprovechando la situación para sacarle en cara el hecho de que nada leía, le sacaba en cara y le recriminaba que todo era por ella y que aún así, a ella, nada que le interesaba. Y ella seguía mirando sus fucking teclas.

Cuarto. Los amigos que dejé nunca fueron amigos en el sentido de que algunos nunca son humanos, no ellos; yo. A solas leía. Jean Paul Sartre que tenía un ojo grande y un ojo chiquito  se presentó ante mí por primera vez en un cuarto de hotel limeño entre colillas de cigarritos hechos de hojitas bien verdes y con la chica -claro! otra chica- leyéndome las últimas entrevistas de "algun rockero del año". Para conversar allá en Lima era necesario que nos levantáramos tan tarde para con ritos de sibaritas conversar sobre la Chicha y sobre viajes juntos a Islas Ballestas, o ya pues, a Máncora no más. Yo no entendía muy bien, pero ella sí era bien lista (claro, la otra chica). Le encantaba que la comparara pues sabía morirse de risa haciéndome creer que yo manejaba la situación y lo que sucedía era más bien que yo mismo más me envolvía encima o debajo de la señorita, sudando o rascándome debajo de la nariz y ella diciendo que ya deje esas manías. Al salir por las mañanas a comer, a veces, se acordaba de Trujillo y me recriminaba el hecho de que ella hacía todo por mí y a mí nada que me interesaba, vaya, me parecía tan conocido ese argumento. Pero otra vez se reía, era de broma, no reclamaba nada, sino más bien la causa de gracia, de risa, era la cara que yo ponía apenas escuchaba la palabra: “trujillana”.

Las risas escondidas y la pegada de sentimientos o como hubiera dicho Albert Camus, "la dislocada" del momento. Los hoteles se abren de mañana?/ no, por qué? / Por nada.

Un besito y la pausa de una cuadra a lo mucho para caminar juntos. El puchero irónico que significa "rebeldía" en tu boca y mi chasquido de piedra que significa: "estoy prendido". Un "jajá" mutuo (aunque por las huevas). Y el recuerdo de manos, de pies, parado, sentada, arriba, abajo, al revés, antes, después, las manos de niña que en realidad son de hombre y la devorada de manzanas ahumadas por aliento soplado dentro de una oreja, siempre serán recordados: uno soplaba, y la otra haciendo callar, era –pues- "la perfección" man, el equilibrio. Como la pregunta recurrente del arquitecto Añasco en sus clases bien largas: “¿qué diferencia hay entre equilibrio y reposo?”. Y la contestada reiterada, siempre por las manos flacas de atrás (y que no son de flaca): “El reposo es cero fuerzas; el equilibrio puede que sea todo un exceso de fuerzas y caos pero siempre, al final, suma cero”. Exacto. Pues ¿y por qué empecé a contar todo el asunto?. Pues no sé, es que ya llevaba días sin hablar nada, hoy era jueves, no quería que amaneciera pero eso es absurdo, siempre tiene que amanecer. Así que cuando me he saltado del sillón (que se ha quedado más cansado que yo) me he metido un súper suspiro que me ha dejado destrabado, o sea, reseteado, o sea como que -mira!- otra vez es una inyección de palabreada. “Usted me entiende miss?”

La quinta (o sexta o la que sea): No, no entiendo para qué sirve éste escrito. Yo algo había leído de Sofía Admunsen, sabes de quién hablo.

- No, no sé de quién hablas. Aunque ahora que lo recuerdo no se llamaba así, sino Hillde o algo por ahí. Bueno ahí trataba el cuento del conejo y de los filosófos...

Dicen que todos vivimos plácidamente en un conejo, felices y seguros en él, resulta que quienes ya nos acostumbramos al mundo feliz y seguro del conejo, más nos adentramos, y más nos escurrimos entre los pellejos del conejo. Ahora bien, hay quienes no se acostumbran o al menos quieren saber qué hay más allá del conejo. Ellos son los filósofos que tratan de subirse a la punta más lejana del pelo màs largo del conejo para ver algo más allá, saben que existe algo más grande que el conejo. Hay algo más. Y los filósofos quieren eso, llegar y mirar aunque sea, por una milésima de segundo, los ojos de ese gran mago que saca una y otra vez sin parar a un gran conejo desde su sombrero de copa, en un acto de magia sin parar, ininterrumpido. Algún día se podrá ver al mago. Esta vez el dolor va a terminar diría el Calamaro cantando, él sí ha de tener, de seguro, la nariz bien chancada con tanta jalada de polvos y cuentos. Por eso hoy cuando de pronto pude escribir por fin otro cuento entonces deduje que yo, el conejo, el mago, la muchacha, la limeña, la trujillana, sólo tienen una cosa en común: el mar. Claro, el mar! cómo no lo había pensado antes. 


Sexta.

El mago metiendo y sacando, una y otra vez, sin parar, de su mismo bolsillo, un conejo chiquito, tan blanquito y bonito que provoca apretarle la cabeza y ver cuánto aguanta. Un panameño es el que anda -con el conejo este- en la playa, cargándolo y dándole vueltas con cuidado para que no se aburra; tal vez es lo que me ha hecho recordar el cuento este de los filósofos, el conejo y el sombrero de coca, perdón, de copa… Al final de la noche con las yemas de los dedos sangrando y con el panameño al lado me he venido repitiendo una palabra (o dos, o las que sean): "Rapa nui, Rapa nui". Y pues bueno, me fui. Esta vez regresando de la playa, otras veces es desde un cerro con nombre de esperanza. Uno nunca sabe, siempre hay que mirar a todos lados, estar alerta. La noche ya cerca y el canto acompasado sobre un nuevo asiento de piedra en algún barrio de tantos que hay; sin agua, pero aún así, con harto concreto. Sentando viendo y preparando siempre algún plan medio bravo, la alucinante inquietud constante de ir y buscar a alguien para decirle en buen cristiano: "querido/querida, he venido para hacerte la cagada".

- Ay! tú no entiendes, modérate.
- No te confíes.

(Balbuceos desde una chuequez)
(Foto de internet B E I R U T)